Historia de la geologia

Las sacudidas periódicas que soportaban los habitantes de la Tierra, sobre todo el movimiento sísmico de Lisboa de 1755, que conmovió creencias y generó curiosas teorías, estimuló el interés por conocer el interior del planeta. Además, los avances en este terreno influyeron de manera decisiva en otros ámbitos del pensamiento pues vinieron a arrojar dudas sobre la edad que la Biblia le otorgaba.

La polémica sobre los orígenes de las rocas va a centrar los trabajos del siglo XVIII, existiendo dos teorías: neptunista, creada por Werner (1749-1817), y vulcanista, fundada por Hutton (1726-1797). Para el neptunismo, cuyo sistema se basaba más en hipótesis que en comprobaciones, la Tierra fue en su origen un núcleo sólido cubierto por un océano que actuó como verdadero agente del cambio geológico. Distingue cinco tipos de formaciones diferentes: primitiva, de transición, sedimentaria, derivativa y volcánica, la de constitución más reciente y accidental. El vulcanismo, o plutonismo, mantiene tesis distinta, aunque no llega a negar del todo el papel del agua en esta materia, admitiendo que la mayoría de las rocas parecen haberse formado como sedimentos marinos. Ahora bien, su consolidación había sido posible por la acción del calor subterráneo al introducirse materia fundida dentro de ellas. Más tarde, los agentes climatológicos desintegran las rocas; la lluvia y los ríos depositan sus trozos en el mar, donde constituyen nuevos estratos que emergerán otra vez para ser erosionados. En opinión de Hutton, la historia de la Tierra debe interpretarse como procesos naturales aún operativos o de reciente actividad. "Ningún poder -afirmaba- será empleado que no sea natural al globo, ni será admitida ninguna acción, excepto aquellas de las que conocemos el principio".

Aparte de esta polémica, durante la primera mitad de siglo se intentó determinar las secuencias temporales de los principales tipos de estratos de la corteza terrestre sin gran éxito en ese momento. Será durante la segunda, cuando Lehmann (1767) y Füchsel (1722-1773) establecieron la sucesión geológica de las rocas para el Harz y Turingia, respectivamente, sentando las bases de la estratigrafía científica.

Los plutonistas triunfaron sobre los neptunistas y el fuego, confuso y de estirpe romántica, que estallaba en los volcanes y levantaba la corteza fabricando montañas y cordilleras le ganó la batalla a la bella teoría del océano en retirada.
De pronto quedó al descubierto el “tiempo profundo”, el enorme tiempo geológico, que transcurre por debajo de nuestro tiempo cotidiano que medimos en días y años.
Pero no sin consecuencias: el océano primordial se adaptaba, aunque con dificultades a la cronología corta del relato bíblico, pero al desaparecer dejó al descubierto un océano nuevo, esta vez de tiempo. Porque pensar, como sostenían Hutton y los plutonistas, que la superficie de la Tierra había sido moldeada a lo largo del pasado por las mismas fuerzas que la modificaban ahora (la erosión, la sedimentación, la lluvia, el viento, la elevación de la corteza, volcanes y terremotos) y al mismo ritmo –esto es, el uniformismo– tenía una sola consecuencia posible: ese pasado debía, forzosamente, ser inmenso.

De pronto quedó al descubierto el “tiempo profundo”, el enorme tiempo geológico, que transcurre por debajo de nuestro tiempo cotidiano que medimos en días y años, por debajo del tiempo histórico que contabilizamos en siglos; las fuerzas que modifican la superficie de la Tierra actúan en forma lenta, increíblemente lenta: los ríos cavan sus cañadones a través de los siglos, las rocas son moldeadas por la lluvia a través de los milenios, las montañas se elevan con paciencia exasperante; por acción del material fundido que está debajo, la corteza asciende sin que nadie lo note, y una cordillera puede tardar millones de años en formarse.

La gente, que estaba acostumbrada a pensar en un mundo recientemente creado, en una breve historia de seis mil años a lo sumo, recibía un terrible golpe conceptual: descubrían que su tiempo, el tiempo de sus vidas, prácticamente no contaba en la inmensidad de los tiempos geológicos, descubrían que los ríos y los océanos, las montañas y los volcanes, eran mucho más importantes y más antiguos que ellos, que sus culturas y civilizaciones. Pero no un poco más antiguos, mucho, pero mucho más antiguos; tanto, que resultaba difícil de creer.

Pero, ¿cuán antiguo? ¿Cuánto se extendía esa especie de eternidad hacia atrás? Ya en 1778, Buffon, partiendo de la idea de que la Tierra era un fragmento desprendido del Sol que se había enfriado lentamente, estimó esa eternidad en 74 mil años; la cifra causó escalofríos, y nadie la creyó, aunque en realidad no era nada, nada de nada; cuando Lyell publicó en 1930 su Geología de 1830, que más tarde inspiraría a Darwin la teoría de la evolución, se hablaba ya de millones de años; a mediados del siglo XIX, Lord Kelvin calculó la edad de la Tierra en cien millones de años, nada menos: casi mil quinientas veces más que la cifra alocada de Buffon. Pero a fines del siglo, el número había trepado a mil quinientos millones de años, y más tarde, cuando se pudieron datar las rocas con elementos radiactivos, Arthur Holmes arrojó, para el pasado de la Tierra, la cifra de cuatro mil quinientos millones de años, que es la que aceptamos actualmente.

Cuatro mil quinientos millones de años: es muchísimo. Si la comprimiéramos en un año, la vida humana media duraría apenas ocho décimas de segundo. Tropezar con una roca es tropezar con el tiempo; cuando se nos cure la lastimadura, la roca todavía estará ahí, y cuando nazcan los taranietos de los nietos de quienes están leyendo esto, la roca seguirá estando allí, casi sin cambios. Quizá por eso los geólogos, dicen, son gente melancólica y escéptica, y no usan reloj.

Esta ciencia se fundamenta en la consideración de que todas las transformaciones de la corteza terrestre han obedecido a causas que todavía, con mayor o menor intensidad, actúan en ella y que, por tanto, la Tierra está en continua transformación (en contraposición a las antiguas ideas de grandes catástrofes que no han tenido repetición). Posteriormente a Lyell, en la segunda mitad del siglo XIX, la geología experimenta un gran desarrollo gracias a la aparición de nuevas técnicas, métodos y teorías (A. Heim, 1878, con la teoría de los mantos de corrimiento; E. Suess, 1897, con la explicación de transgresiones y regresiones por isostasia, etc.). Suess publicó una vasta síntesis de todo el saber geológico del siglo XIX. El siglo XX aporta la teoría de la deriva de los continentes (Taylor, 1910; Alfred Wegener, 1912), estudio de materiales con el uso de los rayos X (Bragg, 1920), etc. En la década de 1950 se inicia la exploración submarina de los océanos, y a partir de 1969 la geología tiene la ocasión de realizar sus primeros estudios sobre rocas lunares y del planeta Marte.